El siguiente cuento, es una traducción del original, escrito en
inglés por Henry Kuttner.
El viejo Masson, quien custodiaba uno de los cementerios de mayor
antigüedad en Salem, sostenía una lucha constante con las ratas. Generaciones
antes, había llegado al cementerio una colonia de ratas desde los muelles. Y
cuando Masson ocupó su cargo, luego de que el guardián anterior desapareciese
inexplicablemente, tomó la decisión de exterminarlas. Al inicio esparcía veneno
y trampas alrededor de sus madrigueras; después, trató de aniquilarlas a tiros,
más todo fue en vano. Las ratas continuaban en el lugar.
Sus hambrientas hordas se extendían, invadiendo el cementerio.
Eran enormes, incluso para ser de la especie mus decumanus, de la cual se sabe,
llega a medir hasta treinta y cinco centímetros sin incluir la cola, gris y
pelada. Masson se había topado con varias del tamaño de un gato y, cada vez que
los sepultureros encontraban otra madriguera, asombrados confirmaban que entre
aquellas cavernas putrefactas cabía a la perfección el cuerpo de un ser humano.
Aparentemente, los barcos que solían atracar en los decadentes muelles de Salem
durante el pasado, debían haber transportado cargamentos demasiado insólitos.
En ocasiones, Masson se quedaba impactado por las descomunales
proporciones que tenían estos nidos. Lo hacían acordarse de cuentos fantásticos
que había escuchado al llegar al viejo y encantado pueblo de Salem. Eran
cuentos que advertían de una vida embrionaria que sobrevivía a la muerta,
ocultándose en rincones ignorados bajo tierra. Atrás habían quedado los tiempos
en los que Cotton Mather aniquilaba a los cultos oscuros y las ceremonias
orgiásticas que se ofrecían a Hécate y a la espeluznante Magna Mater. No
obstante, aun prevalecían de pie las casonas macabras con sus áticos
retorcidos, de fachadas caídas y carcomidas, en cuyos sótanos, de acuerdo con
los rumores, todavía habitaban secretos abominables y ritos en contra de la ley
y la lógica. Mientras agitaban sus cabellos blancos, los ancianos juraban que,
en los panteones ancestrales de Salem, vivían bajo el suelo cosas que eran
mucho peores que las ratas y los gusanos.
Los roedores provocaban en Masson tanta repulsión como respeto.
Estaba consciente del peligro que encerraban sus dientes afilados y
relucientes. Más no entendía el pavor que las casas abandonadas e invadidas por
las ratas, despertaban en los viejos. Había oído rumores acerca de criaturas
horribles que habitaban en las profundidades y que, gracias al poder que
poseían sobre las ratas, habían formado grandes ejércitos.
De acuerdo con lo que decían los ancianos, las ratas llevaban un
mensaje entre nuestro mundo y esas cuevas de las profundidades. Todavía se
hablaba sobre cadáveres robados de sus tumbas para preparar banquetes bajo
tierra. El cuento del flautista de Hamelin era en realidad una leyenda, que de
modo metafórico, encubría algo horrible y pagano; según ellos, los infiernos
más oscuros habían expulsado seres repugnantes de sus entrañas, que jamás
habían nacido.
Masson ignoraba todas estas habladurías. Siempre se apartaba de
los vecinos y, en realidad, se esforzaba porque nadie descubriera el problema
de las ratas. Pues de haberse conocido sin duda habrían llevado a cabo
investigaciones, y abierto muchos sepulcros. Entonces encontrarían los féretros
agujereados y los huecos por los que culpaban a las ratas. Pero además
encontrarían algunos cadáveres con partes faltantes, poniendo a Masson en una
situación delicada.
Los dientes postizos solían fabricarse con oro y no se extraían al
morir. La ropa, obviamente, es distinta, ya que la funeraria solía brindar un
simple traje de paño, por lo cual puede reconocerse a pesar del tiempo. El oro
no.
Masson también hacía negocios con ciertos estudiantes de medicina
y médicos sin moral, que requerían cuerpos sin importar de donde vinieran.
Hasta entonces se las había ingeniado para evitar que investigaran. Negaba
rotundamente la presencia de las ratas, incluso cuando ellas le habían quitado
su botín. No le interesaba lo que ocurriera con los cadáveres tras robarles,
pero las ratas los arrastraban completos por una abertura que ellas mismas
abrían en el ataúd. El tamaño de dichos orificios era impactante.
Lo más curioso era como los roedores perforaban las cajas por
alguno de los extremos, nunca en los costados. Como si actuaran bajo los
órdenes de algo más inteligente.
En aquel instante se hallaba delante de una tumba abierta. Apenas
había retirado los últimos restos de tierra, añadiéndolos al montículo al lado
de sus pies. Una llovizna helada y constante no había parado de caer hacía
semanas, transformando el cementerio en un lodazal, en el que las lápidas
nadaban como piedras irregulares. Las ratas habían regresado a sus nidos, no
había quedado una sola. Empero, la cara huesuda de Masson mostraba
preocupación. Acababa de levantar la tapa de un féretro de roble. Lo habían
sepultado días atrás, sin que él se animara a desenterrarlo antes. Sus
parientes aun acudían a llorarlo, sin importar que lloviera. Pero siendo tan
tarde y de noche, era improbable que llegaran, sin importar que tan grande
fuera su dolor.
Con este pensamiento, Masson se tranquilizó, incorporándose y
abandonando su pala.
Desde el monte que albergaba el cementerio, las luces de Salem
tintineaban entre la lluvia. Tomó la linterna y se agachó para comprobar los
cierres del ataúd. Entonces se quedó paralizado. Había escuchado un murmullo
frenético bajo sus pies, como si algo se revolviera bajo la tierra. Por un
instante experimentó un miedo supersticioso, que no tardó en volverse cólera al
entender lo que aquellos sonidos significaban. ¡Las ratas le habían ganado de
nuevo!
Furioso, rompió los candados del féretro, metió la pala y haciendo
palanca, logró levantar la tapa. Encendió su luz y la dirigió al interior.
Estaba vacío. Masson notó como algo se movía con sigilo en la cabecera y la
alumbró. Aquel rincón de la caja había sido agujereado y el hoyo se abría ante
lo que parecía ser un pasadizo, por él vio desaparecer un pie rígido, envuelto
en su respectivo zapato. Las ratas le habían ganado únicamente por unos
minutos.
Se inclinó y tiró del zapato con fuerza. Al caer dentro del ataúd,
la linterna se apagó con violencia. Sintió como el zapato se le escurría de las
manos de golpe, bajo el eco de unos chillidos frenéticos y agudos. Masson tomó
la linterna y la dirigió hacia el orificio.
Era muy grande. Debía ser así pues de otro modo, no habrían podido
robar al muerto. Trató de imaginar el tamaño que tendrían esas ratas, si eran
capaces de llevarse un cuerpo humano. Le alivió saber que tenía su revólver
cargado, a la mano.
Si hubiera sido el cuerpo de una persona cualquiera, Masson se lo
habría dejado a esas alimañas antes de entrar por ese claustrofóbico túnel; no
obstante, al pensar en el costoso alfiler de corbata, con una perla
auténtica, en los gemelos de sus
muñecas, no lo pensó. Se colocó la linterna en el cinturón y avanzó por la
madriguera. Era muy angosta. Delante de él veía como las suelas de los zapatos
se alejaban en dirección el fondo de la galería. Intentó seguirlas lo más
rápido que le fue posible, pero en instantes se sentía incapaz de seguir,
oprimido por las paredes subterráneas.
El hedor del cuerpo había impregnado el aire, impidiéndole
respirar. Fue ahí cuando se dijo que, si no lograba alcanzarlo, volvería. El
terror sacudía su imaginación pero la codicia lo impulsaba a seguir adelante.
Así que siguió, pasando de largo por otros túneles. Los muros del pasadizo
estaban pegajosos y húmedos. En un par de ocasiones escuchó como la tierra se
desprendía tras él, haciéndole mirar sobre el hombre. No pudo ver nada hasta
que alzó la linterna. El lodo había obstruido el pasaje casi por completo.
La peligrosa situación hizo latir su corazón con fuerza,
revelándole una verdad espantosa. No quería pensar en un hundimiento. Optó por
dejar de lado su objetivo, aun cuando casi alcanzaba el cuerpo y a los temibles
seres que lo transportaban.
Sin embargo había otro detalle, uno en el que no había pensado: la
madriguera era demasiado angosta como para que pudiera darse vuelta.
Sintió pánico y entonces se acordó del túnel lateral por el que
acababa de pasar, retrocediendo con dificultad hasta ahí. Metió las piernas y
consiguió darse vuelta. Se arrastró con desesperación a la salida, ignorando el
dolor de sus rodillas. Entonces sintió una punzada en su pierna. Unos dientes
afilados traspasaban su carne. Pataleó con frenesí para escapar de sus
atacantes y escuchó un chillido intenso, seguido por el murmullo apresurado de
patas que emprendían la huida.
Dirigió la linterna hacia atrás y se estremeció de terror: varias
ratas lo observaban con atención, sus ojos malévolos relucían ante la luz.
Estaban deformes y eran del tamaño de gatos. Tras ellas, una silueta oscura se
desvaneció en la penumbra, pero eso no le impidió sentir miedo ante sus
descomunales proporciones. La luz detuvo a los roedores por un instante, antes
de que volvieran a acercarse con cautela, con los dientes pintados de escarlata.
Masson sacó su pistola con dificultad y apuntó. No se encontraba
en una buena posición. Tuvo cuidado de apuntar hacia las zonas húmedas del
túnel para no lastimarse. El impacto lo ensordeció unos momentos. Luego, en
cuanto el humo se disipó, verificó que las ratas no estaban. Guardó el arma y
volvió a reptar con rapidez por el pasadizo. Más no tardó en volver a escuchar
como las alimañas corrían, abalanzándose sobre él. Invadieron sus piernas,
mordiendo y chillando con locura. Masson gritó al tiempo que cogía la pistola.
No se disparó de milagro. Sin embargo, las ratas no retrocedieron tanto esta
vez.
Él aprovechó para arrastrarse tan rápido como podía. Preparado
para abrir fuego ante el siguiente ataque. Escuchó el movimiento de sus patas e
iluminó nuevamente con la linterna. Una gran rata grisácea se detuvo para
mirarlo, moviendo sus bigotes y balanceando su repugnante cola, de lado a lado.
Le disparó y se retiró corriendo.
Siguió reptando. Se había parado a descansar un segundo, al lado
de la entrada de otro un túnel, cuando se percató de un bulto extraño bajo la
tierra húmeda, a pocos pasos de él. Pensó que era un montículo que se había
desprendido del techo, hasta que vio que se trataba de otro cuerpo humano. Una
momia seca y arriada, que se movía hacia él.
Bajo la luz de la linterna, contempló su cara horrible a pocos
centímetros de la suya. Era un rostro descarnado, el semblante de un cadáver
que había estado enterrado largos años, reanimado por aquellas criaturas
infernales. Sus ojos estaban hinchados y vidriosos, expresando su ceguera. Al
encontrarse con Masson, el cuerpo emitió un gemido lastimero a través de sus
labios podridos, que formaron una mueca hambrienta. A Masson se le heló la
sangre. Cuando aquel cuerpo estaba por alcanzarlo, se introdujo a toda prisa
por el túnel lateral.
Escuchó que arañaban la tierra bajo sus pies y el gruñido perplejo
de la rata que lo seguía. Masson miró hacia atrás, gritó e intento escapar
aterrorizado a través de la madriguera. Se arrastraba torpemente, mientras las
piedras le abrían heridas en rodillas y manos. El lodo le cubría los ojos, más
no se atrevió a parar un solo segundo. Siguió corriendo a gatas, gimiendo,
rezando y dejando escapar maldiciones.
Las ratas chillaron victoriosas y se le fueron encima con miradas
voraces. Masson por poco y se rindió ante sus dientes, pero una vez más
consiguió liberarse de ellas. Lleno de pánico, se sacudió, gritó y disparó
hasta quedarse sin municiones. Había ahuyentado a las ratas.
Entonces vio que se encontraba debajo de una gran piedra, que
enclavada sobre el túnel, presionaba dolorosamente su espalda. Vio que se movía
y tuvo una idea: ¡si lograba hacerla caer, bloquearía el túnel!
La tierra estaba mojada. Se incorporó y empezó a remover el barro
que sostenía la roca. Las ratas se acercaban, podía ver como brillaban sus ojos
ante el destello de la linterna. Continuó cavando, desesperado. La piedra
estaba cediendo. Le dio un tirón y la arrancó de sus cimientos. Las ratas
estaban cerca… en especial, el enorme roedor con el que se había topado antes.
Gris, asqueroso, avanzaba exhibiendo sus dientes deformes. Masson volvió a
tirar de la roca y sintió como resbalaba. Entonces volvió a arrastrarse por el
túnel, mientras la piedra se derrumbaba a sus espaldas, provocando un inesperado
chillido de agonía.
Algunos terrones húmedos le cubrieron las piernas. Más adelante,
otro desprendimiento capturó sus pies, del cual logró salir con esfuerzo. ¡El
túnel completo se estaba desplomando!
Jadeando con llantos, reptaba mientras la tierra caía. El pasadizo
se fue haciendo más estrecho hasta llegar a un punto en el que no podía mover
las manos ni las piernas para continuar. Masson se retorció igual que un
gusano, hasta notar un trozo de raso debajo de sus dedos y toparse con algo que
le impidió avanzar. Movió sus piernas y verificó que no se habían quedado
atrapadas en la tierra. Se encontraba boca abajo. Al intentar erguirse, vio que
el techo del túnel estaba por tocar su espalda. El terror lo inundó. Al escapar
de aquella criatura ciega y horrible, se había metido en un túnel adyacente y
sin salida. ¡Estaba en un ataúd! ¡Un ataúd vacío, al que había accedido por el
orificio que las ratas le habían hecho por el extremo!
Trató de colocarse boca arriba sin éxito. La tapa del féretro le
obligaba a permanecer inmóvil. Inspiró e intentó empujarla. Era inútil y aun
cuando consiguiera salir del ataúd, ¿cómo podría salir a través del metro y
medio de tierra que lo cubría?
Casi no podía respirar. Sentía un calor asfixiante y el hedor era
insoportable. En un arrebato de pánico, arañó el forro hasta desgarrarlo.
Intentó inútilmente cavar con sus pies en la tierra que lo mantenía prisionero.
Si pudiera cambiar su postura, podría cavar con sus uñas una abertura hacia el
aire…
Una cruel agonía le penetró el corazón, sentía como el pulso se le
escapaba por los globos oculares. Sentía su cabeza hinchada, como si le fuera a
estallar. Y entonces escuchó los chillidos de triunfo de las ratas. Gritó,
enloquecido, más no consiguió apartarlas esta vez. Por breves segundos se
retorció con histeria dentro de su angosto encierro y entonces, se tranquilizó,
exhausto por la falta de oxígeno.
Cerró sus párpados, sacó la lengua ennegrecida y se abandonó a la
oscuridad de la muerte, mientras los chillidos dementes de las ratas resonaban
en sus oídos.